El 20 de abril de 2016 era un día como cualquiera para los habitantes de Coatzacoalcos, Veracruz. A las 15:15 horas –según la información oficial de Pemex- todo cambió. El ruido de dos fuertes explosiones en la Planta Clorados III del complejo Pajaritos y la nube negra que vino después, convirtieron aquel miércoles en un día fatídico para miles de personas.

Seis meses han pasado desde aquella tragedia arrebató la vida a 32 personas y dejó cientos de heridos y un coctel de tóxicos en el ambiente. Hasta ahora no hay culpables, menos sanciones y mucho menos, una explicación clara sobre las causas del siniestro, gracias a la impunidad y opacidad con la que las autoridades mexicanas han llevado este caso.

Al principio, el polémico gobernador (ahora con licencia) del estado, Javier Duarte, las autoridades sanitarias y de medio ambiente del país, decían que la emergencia estaba controlada, que no había riesgo para la población; presumían lo rápido de su actuar y prometían llegar al fondo del asunto y castigar a los culpables y sobre todo, proteger a las personas. Nada de eso ha ocurrido.

Ni las autoridades federales y estatales, ni la firma Petroquímica Mexicana de Vinilo (PMV), operada por Mexichem y Pemex, han dado una explicación sobre las causas de la explosión; no hay resultados de los estudios sanitarios que el secretario de Salud estatal, Fernando Benítez prometió realizar; tampoco se conoce la “investigación de fondo” que anunció el director general de Pemex, José Antonio González Anaya.

La impunidad y opacidad imperan en este caso, como en muchos otros en los que se apela al olvido, pero la memoria social y la evidencia del daño existen. El 23 y 24 de abril, un equipo de Greenpeace se trasladó a Coatzacoalcos para hacer por primera vez en el país, lo que en la teoría le correspondía a las autoridades: analizar el impacto de la emergencia química en las personas y el ambiente.

Se tomaron muestras de agua residual industrial, agua del río Coatzacoalcos, del suelo y polvo superficiales y los resultados fueron alarmantes: encontramos la presencia en agua de al menos 59 químicos orgánicos aislados, entre ellos algunos considerados de alto riesgo y cancerígenos como el Dicloruro de Etileno (EDC), así como la existencia de otras sustancias tóxicas conocidas como dioxinas y furanos sujetas –al menos en el papel- a estrictas regulaciones en México. Link a reporte completo:  http://www.greenpeace.org/mexico/Global/mexico/Docs/2016/toxicos/Pajaritos-una- bomba-de- toxicos.pdf

La legislación exige a los emisores de dioxinas informar cualquier cantidad de esta sustancia que sea liberada al medio ambiente. Sin embargo, en México, no se analiza el impacto en las personas y en los ecosistemas por la exposición a dioxinas y furanos, pese a que son sustancias incluidas en el Convenio de Estocolmo por su peligrosidad. A seis meses de la emergencia química, la población y la opinión pública carecen de información sobre los riesgos a los que están expuestos las personas tras la explosión.

Por si fuera poco, las autoridades ambientales ha guardado silencio sobre el supuesto plan de remediación que solicitó a Mexichem en junio pasado y sobre la limpieza del sitio, qué empresas se encargaron de retirar los residuos tóxicos, quién los caracterizó y cuál fue el destino final de los mismos.

Es urgente que el gobierno mexicano transparente la información sobre los hechos, sus planes de acción y las medidas que tomará para evitar que casos como éste se repitan. A medio año de la tragedia en Pajaritos, no olvidamos y seguimos exigiendo la verdad.