Por Estefanía González, subdirectora de Campañas en Greenpeace
En enero pasado, el Ejecutivo presentó un paquete de reformas en una Ley Marco de Autorizaciones Sectoriales: el Sistema Inteligente de Permisos y la reforma a la Ley 19.300 de Bases Generales del Medio Ambiente. Todo esto en medio de una enorme presión empresarial por los tiempos de tramitación de sus proyectos.
La historia es conocida: el Gobierno recalcó que se pretendía dar solución a la ‘permisología’, a través del establecimiento de plazos máximos para procedimientos que hoy no los tienen y una ventanilla única digital para la tramitación de permisos sectoriales, ignorando por completo el enorme desafío al que la humanidad se enfrenta hoy: la crisis climática y ecológica, y la urgencia de actualizar una normativa que cumplió 30 años en marzo (como es el caso de la Ley 19.300) para responder a aquello. De este modo, no sólo se perdió una oportunidad para abordar este enorme problema, sino que además se estableció una política pública que, de avanzar, tendrá elementos altamente regresivos en materia ambiental.
El proyecto que moderniza la Ley 19.300 fue debatido y aprobado en el Senado, y luego el Ministerio de Medio Ambiente ingresó indicaciones que, lejos de mejorar el proyecto en debate, ponen en riesgo la institucionalidad ambiental y su rol en nuestros territorios, alejándose de las urgencias que demandan los conflictos socioambientales del país.
Aunque el proyecto presentado en enero proponía reemplazar las instancias políticas de revisión por órganos técnicos, aportando así certezas y mejorando la eficiencia en los plazos de tramitación de estos, hoy el gobierno propone avanzar en una nueva dirección, con la conformación del Consejo de Reclamación Ambiental -órgano colegiado que reemplazaría al Comité de Ministros y las Comisiones de Evaluación Ambiental– cuyo director ejecutivo sería nombrado por el Presidente de la República, pese a lo mucho que se ha alertado sobre los riesgos de dejar a la autoridad de turno el poder de decidir la aprobación o rechazo de proyectos que son evaluados ambientalmente, donde debe primar el análisis técnico.
El proyecto, además, mantiene la figura de ‘declaraciones juradas’ para informar modificaciones menores de proyectos con Resolución de Calificación Ambiental aprobada, una herramienta más insuficiente que la consulta de pertinencia y que podría aumentar los casos de elusión al SEIA. Todo esto en un contexto de probado ocultamiento de información de sectores industriales en el marco de sus permisos ambientales.
Resulta preocupante que un gobierno que se llamó ecologista opte por tramitar estas actualizaciones con un foco empresarial, cediendo a las presiones del sector y poniendo en riesgo con ello la preservación de la naturaleza. Si bien es comprensible que el Ejecutivo considere que es importante lograr la reducción de los tiempos de tramitación de proyectos de inversión, debe comprender que esto no puede ocurrir a costa del bienestar de los territorios, pues el precio de estas decisiones lo están pagando las personas que son cada vez más vulnerables frente a eventos meteorológicos extremos.
¿De qué nos sirve ser pioneros en la región al proponer leyes -como la de plásticos de un sólo uso o la Ley Marco de Cambio Climático- que luego no se pueden implementar producto de las presiones desde el empresariado? El legado de este gobierno en la materia no puede ser la futilidad medioambiental frente a las presiones económicas; la crisis actual nos urge a tomar medidas donde se priorice al medio ambiente y el bienestar de las comunidades, ya que no hay desarrollo posible en un planeta destruido.
Esperamos que en la recta final de esta administración exista un mínimo de valentía y no se sucumba por completo ante el lobby industrial, que pone los intereses de unos pocos, por sobre la calidad de vida de todas y todos los chilenos.
Sobre la autora
Estefanía González
Subdirectora de Campañas,
Greenpeace Andino.