El iceberg más antiguo del mundo, que también supo ser el más grande, comenzó su proceso de desintegración final tras casi cuatro décadas desde su desprendimiento de la Antártida.

Las aguas en las que se encuentra, al norte de la isla Georgia del Sur, son cada vez más cálidas lo que acelera su desaparición que se estima podría suceder en apenas unas semanas, según expertos del British Antarctic Survey (BAS).
Para graficar el rápido deterioro que viene sufriendo el bloque conocido como A23a basta decir que ya perdió más de la mitad de su volumen original. Mientras a principios de año llegó a pesar cerca de 1 billón de toneladas y cubrir casi 4.000 km² -un área que representa casi la mitad de la superficie del Parque Nacional Los Glaciares, en Santa Cruz-, actualmente se estimó a través de imágenes satelitales que conserva una extensión aproximada de 1.770 km² y alcanza 60 kilómetros de ancho en su parte más extensa.
En este contexto, con numerosos fragmentos menores a la deriva representan un riesgo para la navegación en el Atlántico Sur.
Si bien la formación de icebergs es parte del ciclo natural de las plataformas de hielo antárticas y de Groenlandia, los expertos del BAS advierten que el ritmo de este fenómeno ha aumentado en las últimas décadas, en paralelo con la pérdida de masa de las plataformas de hielo, probablemente como consecuencia de la crisis climática producida por las actividades humanas.


Así es que este evento se inscribe en una tendencia que muestra que desde el año 2000 las plataformas antárticas perdieron aproximadamente 6.000 gigatoneladas (mil millones) de hielo. Tal situación contribuyó al aumento del nivel del mar y podría desencadenar cambios irreversibles en la circulación oceánica, especialmente en la Antártida occidental. Además, el ingreso masivo de agua dulce proveniente de las plataformas altera la salinidad de los mares, con impactos directos en los ecosistemas.
Los científicos advierten que esta dinámica podría acercarnos a “puntos de inflexión” irreversibles en regiones particularmente vulnerables, como la Antártida occidental, con consecuencias globales para la estabilidad de los océanos. La desaparición de A23a es mucho más que el final de un gigante de hielo: es un recordatorio tangible de cómo la crisis climática acelera transformaciones en las regiones polares que hasta hace pocas décadas parecían impensadas.

La historia del gigante en retirada
En 1986 se desprendió del continente y encalló en el mar de Weddell, donde permaneció anclado al lecho oceánico durante más de tres décadas. En 2024, volvió a ponerse en marcha a merced de la poderosa corriente circumpolar antártica. Para fines del año pasado, te contábamos que empezaba su último viaje al continuar su deriva por el océano Austral.
En marzo de 2025, A23a encalló nuevamente, esta vez en aguas poco profundas cerca de la isla Georgia del Sur, a unos 90 kilómetros de la costa. Poco después el iceberg se desplazó otra vez, recorriendo hasta 20 kilómetros diarios gracias a la velocidad que le imprimían las poderosas olas del mar. Recientemente rodeó la isla y cerró su recorrido.
A través de este largo camino que lo fue derivando hacia el norte, A23a ingresó en aguas menos frías, lo que provocó que enormes fragmentos comenzaran a desprenderse. Para los científicos, la resistencia que demostró ha sido sorprendente. La mayoría de los icebergs no logran llegar tan lejos al abandonar el resguardo del clima antártico. Sin embargo, ahora su destino está sellado: su desintegración completa es solo cuestión de tiempo. Los científicos estiman que podría producirse en semanas, marcando el final de una estructura que durante casi cuatro décadas fue objeto de seguimiento y estudio en la comunidad científica internacional.

Es importante comprender el rol fundamental que cumplen tanto los glaciares como el ambiente periglaciar en el resguardo de los recursos hídricos, por lo cual ambos necesitan protección.
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