El interés por la sustentabilidad llegó al ámbito del consumo hace ya bastante tiempo y, desde entonces, no para de crecer. Resulta lógico que si el cuidado del ambiente es una prioridad, al momento de elegir un producto las personas se inclinen por la marca que toma medidas para reducir su huella ambiental o que tiene una política de sustentabilidad.
Que ser ecológicos sea un criterio clave en las compras -como lo son el precio o la calidad- es una gran noticia. Sin embargo, el lado B es que muchas empresas tomaron el camino más corto y más deshonesto. Es decir, se promocionan como responsables con el ambiente aunque no hacen nada para cuidar al planeta, con la intención de llevar a los consumidores responsables a una trampa. A esta conducta se la llama greenwashing (o lavado verde, en español.)
Greenwashing: en el márketing no vale todo
La definición más técnica de greenwashing se refiere a las estrategias publicitarias que algunas compañías utilizan para presentarse, a ellas y sus productos, como respetuosas con el medioambiente, cuando no lo son.
De esta manera, esas marcas utilizan a su favor la preocupación pública para hacer que las elijan como opciones “verdes” cuando bien saben que lo que promocionan no se sostiene con acciones concretas.
En otras palabras, engañan de manera deliberada y lo hacen jugando con la ambigüedad (afirmaciones genéricas, colores, imágenes). De modo tal que para los consumidores es muy difícil reconocer si se está ante un compromiso real de la empresa o sólo son “cartón pintado”.
Construir la salida con más compromiso de las autoridades
En definitiva, a través de la publicidad engañosa y de proclamar falsas acciones de sustentabilidad, el greenwashing despista a los consumidores pero también a los inversores y al público en general, dificultando la confianza, la ambición y la acción necesaria para frenar el cambio climático y crear un planeta seguro y sostenible de verdad. Tal como lo expresa la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en su página oficial.
Si bien es cierto que existen sellos que acreditan las buenas prácticas empresariales, este etiquetado sigue resultando insuficiente. Se necesita aún más compromiso desde instancias estatales para controlar que lo que las empresas dicen sea cierto y así evitar que las buenas intenciones de la ciudadanía se vean frustradas.
La nueva directiva de la Unión Europea -Directiva (UE) 2024/825- puede ser un ejemplo que inspire a más regiones a empezar a regular esta situación. Su objetivo principal es empoderar a las personas consumidoras para la transición ecológica, proporcionándoles una mejor protección contra prácticas comerciales desleales.
Para lograrlo, propone la introducción de normas específicas en el Derecho de la Unión para abordar todas aquellas prácticas engañosas que puedan afectar a la capacidad de toma de decisiones de consumo sostenible, como puede ser la obsolescencia temprana, las afirmaciones medioambientales engañosas, las características sociales de los productos o los distintivos de sostenibilidad poco transparentes.
Queda claro que hacer greenwashing es jugar sucio y que, en vistas de que necesitamos acciones reales y eficaces de parte de las empresas para tener un futuro mejor, más verde y justo, no podemos permitirles que continúen con estas prácticas.